Luego de internarme por tres meses en el campo alemán, sin mucha posibilidad comunicativa con el poblado, el paisaje se presentó
como ineludible en mis intentos de vincularme con el contexto. La contemplación formó así parte de mi cotidianidad : abrir la ventana
del cuarto al levantarme o sentarme en el balcón de ese barrio de clase media baja, para aventurarme a probar un vino
de algún destino exótico, era a la vez una cita obligada con el horizonte que intercalaba unos pocos, pero enormes monoblocks
típicos de la RDA, en primer plano, con molinos de última generación en segundo plano, y un cielo dispuesto sobre la ciudad a modo
de mantón azul profundo, en un tercer plano. Al volver a Buenos Aires mis preguntas quedaron prendadas a esa experiencia,
seguí mirando fuerte el paisaje rural, que en algunos aspectos es parecido al de Aschersleben. Una delgada franja verde y un cielo enorme.
Atahualpa Yupanqui contó alguna vez cómo un paisano definió su entorno: “pa mi La Pampa es como un cielo al revés”.
Me cuesta aún entender bien la idea, pero si puedo presentir una relación consciente con el espacio circundante. Ese hombre-paisaje
camina el cielo, porque le rodea. Lo vive al revés que yo, porque en su tierra el cielo es el paisaje y en la mía la montaña.
Estas pinturas se construyen a partir de un gesto que podría ser el título de la cosa.
Desplazar la mirada del horizonte hacia arriba